Con información y datos recabados de distintas fuentes, hemos elaborado una breve reseña de la rica historia que tiene este servicio de transporte público de pasajeros. Para hacer amena la lectura dividimos esta sección de www.loscolectivos.com.ar en siete capítulos:
- – A fines de las década del 20
- – Lo mas importante: una buena garganta
- – No hay rosas sin espinas
- – Los hermanos sean unidos
- – Poco a poco somos mas
- – Una época difícil
- – El colectivo hoy
A fines de la Década del ’20
La población de Buenos Aires en ese entonces comenzaba a tener varios y determinados vías crucis. Uno de ellos era el del transporte, ya que no alcanzaba a cubrir las necesidades de una población y un mercado en expansión, por lo que enormes extensiones de su perímetro se encontraban aisladas y lejos de cualquier posibilidad de trasladarse con cierta rapidez. El Transporte era brindado por tranvías y subtes, ambos de propiedad inglesa, algunos ómnibus y taxis.
Precisamente el servicio de taxis, precursores del «auto-colectivo», si bien era bueno, carecía de pasajeros ya que nadie o casi nadie quería o podía gastar un peso viajando, por ejemplo, desde Flores a Villa del Parque, por lo que transitaban en fila india por las arterias céntricas con la banderita levantada sin remedio (de allí surgió el neologismo «yirar» como expresión de dar vueltas y vueltas sin resultados positivos). A lo sumo, con suerte el taxista lograba recaudar cinco pesos diarios luego de frenar y acelerar y meter la primera y darle a la segunda desde las siete de la mañana hasta las veinticuatro, con un corto descanso para almorzar (en esa época Buenos Aires aún conservaba aires de pueblo y la costumbre del almuerzo se respetaba diariamente).
Y en este contexto, una tarde de septiembre del año 1928, desde el mostrador del Café La Montaña (local ya desaparecido y que se encontraba en la esquina de la Av. Rivadavia y Carrasco), el mozo miraba aburrido al grupo sentado desde hacía ya mucho tiempo en una de las mesas. Seguramente pensó: «Con tipos como éstos no vamos a ningún lado». Hacía rato que estaban allí, con el café ya consumido y desarrollando una sola actividad: el diálogo. No se cansaban de hablar, pero a juzgar por las caras sombrías, la conversación debía ser preocupante y aburrida.
En esa mesa se encontraban los taxistas José García Gálvez, Pedro Echegaray, Rosendo Pazos, Felipe Quintana, Lorenzo Forte, Rogelio Fernández, Manuel Pazos (a quien se le atribuye la invención del auto-colectivo), Aristóbulo Bianchetti, Antonio González, Páez, Rodríguez. Como siempre los temas que estaban en boca de todos eran la difícil situación económica y la falta de trabajo, por lo que como un reflejo de esta situación el viajar en taxis se había tornado inalcanzable para la mayoría de la gente y eso repercutía fuertemente en los bolsillos de estos compañeros de café. Es por eso que surgió el comentario de una experiencia que había dado muy buenos resultados: los fines de semana colegas emprendedores salían con sus taxis con hasta seis personas desde lugares clave como la Plaza de Mayo hasta el Hipódromo de Palermo y diversas canchas de fútbol cobrando cincuenta centavos o un peso (según la distancia) por cada pasajero.
Si el mozo de este viejo café hubiera poseído la más mínima capacidad de intuir el porvenir, su fastidio por este grupo que ocupaba la mesa que daba a la ventana, se habría convertido en atenciones seguramente exageradas, porque los clientes sentados allí, vestidos humildemente, con cara de pocos amigos y los bolsillos flacos, eran los precursores, los creadores, los inventores, según la expresión de algún exagerado, del colectivo porteño, hecho que asombraría al mundo entero, sin duda, probando el ingenio criollo (aunque los hombres en cuestión pertenecieran a distintas nacionalidades)
Poco después los hombres se levantaron, aparentemente ya de acuerdo, con un extraño brillo en los ojos y salieron del bar acompañados de la mirada indiferente y aliviada del mozo.
Así pocos días después llego el ansiado lunes 24 de septiembre de 1928, día en que inició su recorrido la primera línea de «auto-colectivos».
La tarde anterior se habían puesto de acuerdo para comenzar con el servicio unos quince choferes, pero el comienzo de ese lunes era digno de una película de terror y si no hubiese sido por el entusiasmo puesto por estos pioneros seguramente hoy no habría colectivos, ya que esa mañana llovía sin parar desde las primeras horas de la madrugada.
Por la inclemencia del tiempo sólo se presentaron ocho choferes, sin embargo, la intención de construir la patria soñada y de no tener tan flacos los bolsillos impulsaba a estos hombres que a los gritos lograron poco a poco y con apuro conseguir los primeros pasajeros.
El recorrido estaba bien pautado: partiendo desde Primera Junta, efectuarían una parada en Plaza Flores y finalizarían en Lacarra y Rivadavia. Posteriormente realizarían el camino inverso (Rivadavia y Corro – Primera Junta, deteniéndose nuevamente en Plaza Flores).
El primer viaje no fue precisamente exitoso. Ninguno quería salir (la Municipalidad prohibía el uso colectivo de taxis) hasta que un valiente se animo. Al no encontrar ninguna persona dispuesta a oficiar de pasajero en este nuevo «invento», el primer auto colectivo viajo desde Primera junta hasta Rivadavia y Lacarra vacio. Pero lejos de desmotivarse al llegar a este punto y luego de unos minutos de espera subió un señor (cuyo nombre no ha quedado lamentablemente en la Historia), curioso y «gasolero» que se transformaría sin saberlo en el primer pasajero de un Auto colectivo y pasadas las 8:25 hs. de la mañana partió el primer servicio. A modo de recuerdo de este momento y como lugar histórico de nuestra ciudad de Buenos Aires, existe en Lacarra y Rivadavia un monolítico que rememora esta situación.
Lo más importante: una buena garganta
Todo se hizo más fácil luego de que el primer valiente entrara en el auto-colectivo. Se sentó atrás (no cuesta mucho imaginarlo: entre divertido y asustado, pensando satisfecho en lo económico que le saldría el viaje) y allí espero mientras observaba por la ventanilla a los choferes parados en la esquina gritando como locos para un lado y para el otro, anunciando los viajes por módicas sumas: «¡A Plaza Flores diez centavos! ¡A primera Junta veinte!». Poco a poco el pasaje aumentó hasta quedar constituido de la siguiente manera: atrás, cuatro pasajeros sentados; en los costados, o sea en los trasportines, tres y finalmente uno al lado del chofer, posición esta que a pesar de resultar privilegiada no tenía un costo adicional. Desde luego, esta enumeración estaba en relación directa con la capacidad del vehículo, pero en líneas generales así funcionó durante los primeros años.
Una vez que estaban todos sentados, el auto (que además tenia capota tanto para protegerse en los días de lluvia como ese, como para las agobiantes jornadas del verano porteño) arrancaba y no se detenía hasta llegar al lugar destinado. Cabe agregar que hubo casos en que el pasajero que no viajaba hasta la terminal, tenía el privilegio de bajar inclusive en la puerta de su casa, con gran asombro y un poco de envidia de los vecinos que se preguntaban si ese buen hombre se había comprado un auto. Al llegar a la terminal, los pasajeros descendían y recién ahí abonaban la tarifa (no existían los boletos). Y nuevamente comenzaba a escucharse los gritos promocionando la tarifa, pero ahora en sentido inverso: «¡A Plaza Flores diez centavos! ¡A Lacarra y Rivadavia veinte!».
Los primeros resultados fueron esperanzadores, afonías aparte, y el «auto-colectivo» se expandió. A esta primera línea se le sumó otra y luego otra y luego otra más. Hasta que llegó el momento que fue necesario, para paliar el hecho de que tantas personas quieran tomar el subte en Primera Junta, prolongar el recorrido de esta primera línea hasta Plaza de Mayo.
No hay rosas sin espinas
El éxito que acompañaba a los primeros «taxis-colectivos» (es necesario aclarar que utilizamos la palabra «éxito» con un sentido relativo, ya que la recaudación de los choferes, teniendo en cuenta lo que ganaban antes creció, pero seguía siendo escasa y solo alcanzaba para vivir dignamente) produjo las primeras envidias.
Lo cierto es que la solidaridad y el sentido de compañerismo que reinaba entre los taximetreros dejó paso a las miradas celosas, el comentario malintencionado y las acciones más malintencionadas todavía.
Los principales argumentos del resentimiento eran que la innovación sólo traería como resultado que se trabajará más, que se rompan las unidades por exceso de peso y que no todos tenían una garganta privilegiada para gritar a diestra y siniestra la tarifa (sin esa condición en esta época no se podía ser un buen colectivero).
De tal manera, si algún flamante «transportista por el servicio de auto colectivo» tenía la mala suerte de padecer un percance callejero, o por ejemplo pinchaba una goma lo más seguro era que el taxista que pasaba a su lado carcajeara de lo lindo e incluso deslizara alguna palabrita amable recordatoria de la familia del infortunado. Como se ve, lo que se ganaba en dinero se perdía en amistad. Pero esto no es patrimonio de ninguna época ni sociedad en especial, como todos sabemos.
Además y como era lógico, la aparición de este nuevo medio de transporte generó preocupación en las empresas ferroviarias y tranviarias, la «Anglo Argentina» a la cabeza. Las presiones fueron de todo tipo y si no fuera porque en esos dos primeros años el gobierno amparó la iniciativa, el colectivo no habría pasado de una experiencia aislada.
Los hermanos sean unidos
Al poco tiempo a esa línea inicial (la «Primera» se la llamó) se le sumó una nueva línea que se dio en llamar «la 8», cuyo recorrido iba desde Nazca y Rivadavia hasta Plaza de Mayo y comenzó sus actividades el 12 de octubre de 1928, pero con tan mala suerte, que el viaje inaugural no se pudo terminar, ya que ese día asumía la presidencia Hipólito Yrigoyen y la policía procedió a cortar el tránsito impidiendo la llegada triunfal del vehículo hasta el lugar terminal.
Detalles al margen, lo importante es destacar que durante 22 días la competencia se desenvolvió en un clima no precisamente de amistad y bienaventuranza, hasta que se pusieron de acuerdo y se fusionaron adoptando el nombre de «Primera» con un total de ciento ochenta coches.
Poco a poco somos más
Poco tiempo después ocurrió lo inevitable: El vehículo para siete personas resultaba ya insuficiente y poco a poco se ven obligados a carrozar los coches. El primero en estas condiciones perteneció a José Fonte y José Chiofalo y la artesanía estuvo a cargo de Calzón y Rodríguez Hnos., en su taller de Añasco y Donato Álvarez.
Diez valientes podían ahora ubicarse en el vehículo de acuerdo a la siguiente disposición: tres atrás, tres en el medio, uno hacia delante y de cada lado como trasportines y dos al lado del chofer.
Es cierto que esta nueva disposición producía algunos trastornos: cuando el pasajero sentado en el fondo deseaba bajar, todos los restantes, excluido el chofer, tenían que descender…
Pero el ingenio criollo es omnipotente y resolvió rápidamente el problema consultando antes de subir a cada pasajero sobre el lugar de destino y recién entonces, de acuerdo al mismo se establecía la ubicación de cada pasajero.
Otro inconveniente generado en esa época y que tuvo rápida solución fue el siguiente: Las más reticentes a utilizar este servicio eran las mujeres, quienes por pudor y temor no se animaban a viajar solas en un auto entre tantos hombres. Como solución algunos choferes optaron por trabajar acompañados por sus hermanas o novias, cuya presencia generaba tranquilidad y garantía a las pasajeras.
Pero más allá de estas cuestiones anecdóticas otros inconvenientes vinieron a sumarse. Entre ellos, el de la habilitación municipal, necesaria para evitar la superposición de líneas y recorridos.
Una época difícil
Para cuando llego Uriburu al poder (1930) , ya habían pasado dos años desde el invento del auto colectivo y la difusión y el fortalecimiento era tan grande que aunque intentaron eliminarlo (por presiones de las empresas inglesas) no pudieron hacerlo y solo se limitaron a realizar lo que al Estado le compete: reglamentar mediante ordenanzas el funcionamiento de este servicio público.
En 1931 comienzan a circular por la ciudad la primera versión del colectivo como se lo conoce hoy en día: Los llamados «Doplex» eran chasis de camiones carrozados con una capacidad de 10 pasajeros sentados y otros tantos parados.
Poco después se pudo ver en Buenos Aires el Hupmovil de 8 cilindros, un vehículo mucho más confortable y que cubría el recorrido desde Nueva Pompeya hasta la Catedral Metropolitana.
Para esta época las líneas ya no solo cubrían el centro porteño sino que se extendían por todos los barrios uniendo toda la ciudad.
Aún así las presiones de otros sectores eran enormes por lo que tiempo después y en coincidencia con los acontecimientos políticos (Pacto Roca Runciman por ejemplo) surgió la idea de expropiar los colectivos y crear una mega empresa que agrupara a todas las líneas y racionalizara los servicios. Efectivamente a comienzos de la década del 40 la Corporación de Transportes de la Ciudad de Buenos Aires expropió las unidades y cuando parecía que al colectivero privado solo le quedaría los firuletes y la foto de Gardel, la situación política generada a partir del golpe de estado del 4 de junio de 1943 lo salvo de su desaparición y permitió que definitivamente se aleje de los avatares y las presiones políticas.
El colectivo hoy
El camino en todas estás décadas no ha sido fácil. En muchos aspectos este servicio público se encuentra en desventaja y desigualdad de oportunidades con respecto a otros ya que no ha recibido subsidios o subvenciones estatales en la misma proporción que otros servicio públicos de transporte, considerando además que para la mayoría el colectivo es su primer (y a veces única) opción.
Sin embargo y con el paso de los años la rica historia del colectivo es sumamente positiva ya que a partir de una idea gestada en una mesa de café a fines de la década del ´20 hoy circulan más de ciento diez líneas urbanas que con sus casi dieciséis mil unidades brindan transporte a alrededor de seis millones y medio diarios de pasajeros de Capital Federal y Gran Buenos Aires durante las veinticuatro horas los trescientos sesenta y cinco días del año.